90 noches
Yo no merecía todo lo que pasé.
No merecí, nunca, sentir lo que sentí.
No merecía el haberme acostado casi 90 noches seguidas en un llanto incontrolable.
Nunca debí merecer la pérdida de apetito, de peso y de felicidad.
Yo no merecía sentirme así; definitivamente no merecía los gritos de pena que me desgarraron la garganta.
No merecía sentir esa impotencia. Tampoco merecía sentir vergüenza y asco.
No, tampoco merecía los señalamientos.
No merecía ni las disculpas porque todos sabían que iba a perdonar.
No merecía desear que todo fuese un sueño.
No merecía saber lo que supe, asumir lo que asumí y darme cuenta de dónde estaba parada.
No merecí todas las veces que me quedé sin aire.
No merecía vivirlo. No merecía estar ahí.
No merecía ni un reproche.
No merezco seguir sufriendo las consecuencias de los actos de terceros. No merezco las noches en vela. No merezco las lágrimas que aún quedan. No merezco sentirme extraña. No merezco que me tiemble la voz. No merezco arrodillarme ante la impotencia.
Y si lo merezco, dime Dios qué hice tan mal, dime por favor cuál fue mi pecado.
Viví uno de los peores días de mi vida mientras pasada por un corazón roto.
Es horrible vivir un trauma tras otro porque solo te deja una pregunta: ¿y ahora qué hice para merecer esto?
Por su puesto, la respuesta no ha llegado.
Por cada lágrima me digo: tal vez estas son las últimas y después voy a despertar de esta pesadilla. Todo va a quedar lavado.
Y la realidad es que, aunque sorprendente, el llanto no deja de llegar (aunque sí se ha espaciado).
Tal vez no soy mis traumas, pero me han hecho diminuta.
Ojalá algún día vuelva a crecer.
Ojalá.